Cuando hablamos de corrupción nos referimos a un proceso a través del cual se altera la forma de las cosas; se echa a perder, se deprava, se daña o se pudre algo; es cuando dentro de un procedimiento o una relación, que implica la obtención de beneficios entre las partes involucradas, hay un acuerdo para transgredir las normas o el interés de los demás.
Este proceso deriva de una actitud personal. Para llevarlo a cabo es necesario que nuestra escala de valores privilegie el beneficio individual por encima del interés común y no repare en escrúpulos que nos impidan hacerlo.
Como cualquier otro comportamiento, llevar a cabo un acto de corrupción tiende a generar un hábito en las personas que lo practican y cuando esto sucede, cambiar el hábito resulta tan difícil como tener que desarrollar otro hábito que ocupe el lugar del anterior y lo sustituya.
Por desgracia para la humanidad, a partir del discurso pronunciado por Margaret Thatcher en 1979, se declaró la abolición de la sociedad, argumentando que a partir de ahí lo único importante era el individuo y que no existía otra alternativa; toda la comunicación mediática y los sistemas educativos se orientaron a promover el egocentrismo como concepto fundamental para el desarrollo de la sociedad, por incongruente que esto pueda sonar. ¿Cómo desarrollar una sociedad en la que el concepto de lo social no es lo importante?
En pocas palabras, el diseño conceptual del neoliberalismo desarrollado por los gobiernos anglosajones de Thatcher y Reagan, desmanteló la visión de comunidad, para el avance de una sociedad concentrada en los intereses individuales, dando paso a la corrupción como un medio aceptable para conseguir los fines individuales, sin importar el daño que se pudiera hacer a otros, si el beneficio personal se conseguía.
Así hemos vivido y así nos han adoctrinado durante décadas, creyendo que el bienestar de los demás no tiene por qué preocuparnos mientras nosotros estemos bien, incluso a costa de su sufrimiento. En este escenario nadie puede en realidad estar bien; hemos vivido con la eterna promesa incumplida por el neoliberalismo que ofrece bienestar de todos sin poderlo alcanzar, porque su concepto crea más gente sufriendo que gente disfrutando el producto de una riqueza material, generalmente mal habida.
Se crea el espejismo de la luz al final del túnel para que todo mundo permanezca en el túnel siguiendo la luz, como en el discurso del presidente Menen de Argentina que es una constante en el neoliberalismo: “Estamos mal, pero vamos bien”.
Así la corrupción que es una acción entre individuos, se generalizó penetrando en todas las instituciones de las empresas y de los gobiernos pudriéndolas, convirtiendo a la corrupción misma en la institución fundamental de la vida pública de los países, acompañada de la hipocresía que niega su existencia en lo individual, pero que orienta el comportamiento de cada una de las personas.
Cuando el presidente López Obrador habla de desterrar la corrupción, nos está diciendo que debemos replantear nuestra escala de valores para poner por encima el bienestar general, porque nadie puede estar bien si los demás están mal. Se trata de pensar en el otro y no solamente para aprovecharse de él. Se trata de no permitir la corrupción institucional, castigando a quienes la practican en lo individual, dentro del gobierno o en colusión con él.
Por algún lado hay que empezar, aunque lograrlo en el fondo implica recuperar nuestros valores de familia y comunidad, como los únicos que nos permitirán alcanzar el bienestar individual, para dejar de estar mal mientras dizque vamos bien.
Como dijo el jurista latino Cicerón: “La ley suprema es el bien del pueblo”.