22 Dic 2024

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Aristegui, esa “discreta” marca
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Aristegui, esa “discreta” marca

Aristegui, esa “discreta” marca
Por Martha U. (@mlucascir)

Hace unos años solía correr por las mañanas. El noticiero de Carmen Aristegui constituía una excelente compañía. Por mis audífonos accedía a un noticiario que me daba una perspectiva distinta del resto de coberturas informativas de los grandes consorcios mediáticos. Desde mucho antes, entre otras cosas por la lectura de Proceso (medio que también tiene un lugar en mi historia intelectual pero que merece una reflexión aparte), el pensamiento crítico tocó mi juventud para quedarse, y en aquella periodista que parecía no deberle nada a nadie, no tener línea definida, ni mucho menos concesiones con los poderes políticos dominantes en el país, hallaba una voz fresca y, para usar una palabra clave aquí, confiable. De todo el espectro de distribuidores de propaganda disfrazada de información procedentes de los gigantes corporativos de la comunicación, Carmen parecía “dar en el blanco”, para usar una frase trillada, con sus comentarios, análisis y, sobre todo, con un equipo de periodistas que denotaban no tenerle miedo en sus investigaciones a ninguna represalia por parte de prominentes hampones de los gobiernos panistas y príístas que desde siempre, pero principalmente a partir de 1994, habían asolado al país con sus sociopatías.

Así que me quedé con esa sensación de legitimidad que Carmen emanaba en un país (o un planeta) acostumbrado a la mentira y la manipulación. Con el tiempo me fui dando cuenta de que en realidad sus espacios -de 4 o 5 horas- los tenía en esas mismas grandes empresas que también vendían caros sus servicios al régimen del “neoliberalato”; pero no le di mayor importancia, y seguí siendo consumidora de su opción informativa, pues a nivel mainstream, podría decirse que era lo más “alternativo” posible de encontrar. Incluso, con la salida del aire de su noticiero Hoy por Hoy, cancelé mi suscripción a Sky a manera de protesta.

Sin embargo, como todo, una cambia. Cambian las perspectivas, las lecturas, las elucubraciones, las reflexiones, y las sospechas razonadas, que son las únicas que hay que tomar en cuenta si alguien quiere formarse una visión política de la mejor calidad posible. Y dentro de mi proceso reflexivo me encontré, en el ardor de las redes sociales y el debate generalizado durante la contienda presidencial de 2011-2012, un concepto que me llamó la atención y se me hizo tan interesante como útil al poder en turno: la clase política.

Este conceptillo se había transformado en una suerte de cheque en blanco para que cualquiera se sintiera muy suspicaz a la hora de “criticar al poder”. Era una idea asociada a panfletismos vacíos e inútiles como el clásico “todos son iguales”. La clase política, en general, era entendida como todo el conjunto de los partidos, así como de funcionarios de los poderes legislativo y ejecutivo pertenecientes a los mismos.

En este bloque se vaciaban – más que justificadamente – todas las iras, los rencores, las impotencias, las rabias y las frustraciones, que a veces querían pasar por opiniones formadas o actitudes del tipo “a mí nadie me ve ya la cara”. Esta sensación de empoderamiento psicológico producto de atacar a los políticos porque “son todos iguales” me recordaba una imagen famosa de caricatura política: se trata de una pirámide social en la cual los proletarios y pobres se encuentran en la base, seguidos por el ejército y la policía, y culminada la torre por los barones del dinero. Pero, significativamente, los políticos se encontraban un escalón debajo de estos, como ejecutores, cómplices, represores y, por supuesto, receptores estratégicos de toda la indignación popular que ve en ellos la cara de la administración pública. Esa es, para el sistema establecido, la función táctica del término clase política: concentrar la inconformidad mayoritaria de ataques, insultos, mofas y “críticas” pretendidamente más serias, en ese extenso grupo de altos burócratas, a quienes, en muchas ocasiones, conscientes de su rol, les da igual que se burlen de ellos todos los días. Incluso en sus excepciones, cuando los caprichos y berrinches de los políticos eran un poco más respetados por la élite económica -allá por ciertas décadas del siglo pasado- la función seguía siendo la misma, aunque fuera acompañada por tragedias de periodistas asesinados y silenciados por excederse en el humor…

Mientras mi horizonte de análisis se ampliaba, me di cuenta de que el narco juega un papel parecido. No me extenderé sobre esto aquí, pero remito a cualquiera de los excelentes libros sobre el tema escritos por Luis Astorga o a Los cárteles no existen de Oswaldo Zavala, a fin de que el lector sepa de qué hablo. Y me refiero al narco en esta columna porque mis observaciones críticas sobre Carmen Aristegui encontraron una alerta precisamente por ahí…

Como mi visión del narcotráfico empezaba a diferir de discursos más convencionales como el del personaje llamado Edgardo Buscaglia, experto en seguridad, narcotráfico y crimen organizado bastante recurrido en México, ello me llevó a cuestionar por qué Aristegui únicamente invocaba los análisis de ese sujeto, sin extenderse a otras voces calificadas que proporcionaran una perspectiva más amplia.

Este comentario lo hice en Twitter y me costó un muy mal rato, pero me sirvió para darme cuenta de algo interesante.

De inmediato, un número considerable de usuarios, algunos con peores modales que otros, me mostraron su notoria indignación por haberle hecho a Aristegui un cuestionamiento sobre su equipo de opinión. Sólo era eso: un cuestionamiento, por cierto, bastante respetuoso. Pero más llamativo fue que personas con credenciales como doctorados en ciencias sociales y cosas así, esgrimieron arengas muy por debajo de lo que se podría esperar de gente con tal nivel; de plano, reclamaciones como “¿y tú quién eres para osar cuestionarle a Carmen sus expertos?”.

O sea, cero argumentos. Esta reacción de rebaño -que con posterioridad encontraría también en torno a Julio Hernández López, pero esa es otra historia- me llevó a pensar en Carmen no sólo como una periodista a la cual se le debe un análisis especial, sino como un fenómeno mediático. Es decir, desde hace unos ocho años la imagen de esta mujer me fue provocando más y más dudas, que fueron consignadas incluso en programas de radio por internet que realicé con otros compañeros con motivo de su salida de MVS, aunque ya antes habíamos hecho análisis sobre ella.

La verdad es que dichos análisis me llevaron desde ese tiempo a hipótesis nada agradables para sus legiones de incondicionales y admiradores. Por un lado, no hay que dejar de reconocer la gran aportación a la opinión pública nacional de sus investigaciones sobre la corrupción… de los políticos. Sí, el blanco de la artillería de Aristegui es la clase política, esa abstracción de la que hablábamos. Y, por otro lado, el narco. En un tenor semejante a Proceso, Aristegui y sus equipos son auténticos maquiladores de escándalos sensacionales, con la diferencia de que los protagonistas de tales estallidos son intocables para el resto de las corporaciones de medios. Pero, siempre hay un pero…¿y?

Valdría la pena evaluar el grado de influencia que sus investigaciones tuvieron en la derrota del neoliberalato en 2018. Eso es claro. Pero en sus pesquisas sobre el narco y los políticos hay una especie de evasión sistemática de empresarios, de grandes negocios “legales” pero devastadores en muchos sentidos. Dichas instancias privadas sólo aparecen en sus indagaciones en la medida en que están ligadas a las corruptelas políticas, pero se mantienen en la lógica de la “manzana podrida empresarial”.

El resto del sistema de la clase empresarial (concepto mucho más útil que el de “clase política”, lo que podría explicar en otro momento), goza de un discreto respeto por parte de la labor de Carmen Aristegui. Sin embargo, la memoria es engañosa. No dudo que alguna de sus sendas la haya llevado a la denuncia de situaciones que directamente hicieron quedar mal a las cúpulas empresariales. Me gustaría que me refrescaran la memoria, y también que me recordaran si el nivel de escándalo y exhibición de los altos mandos privados ha sido en algún caso semejante al que ha padecido la clase política -en su papel de pararrayos de esa cúpula empresarial- ante los golpes de Carmen (algo sobre Grupo México parece venirme a la mente como alguna de esas excepciones solitarias).

Me he puesto a pensar que a veces el mundo mercadológico y publicitario puede ofrecer analogías útiles para ciertos exámenes. En términos de mercado mediático, Carmen Aristegui es una marca. Tiene una oferta específica y una demanda que incluso podría segmentarse. Yo dudo que ella lo ignore. Al contrario, considero que en gran parte se maneja así, y eso podría resolver el “acertijo” de las razones por las cuales “no deja satisfechos ni a tirios ni a troyanos; ni a chairos ni a derefachos”.

En efecto, es una periodista “libre”. Cuando una compañía mediática de gran calado -de esas que a ella le gusta que la contraten- se hacía de sus servicios, generalmente no le importaba que conviviera dentro de la misma empresa con otros líderes de opinión mucho más comprometidos con intereses políticos definidos, o sea dígase del PAN, el PRI y sus partidos rémoras.

¿Por qué? Porque Carmen vende. Sus contratantes saben – sobre todo lo sabían en los tiempos del PRIANATO- que hay un margen de riesgo de que la dama le encuentre un escandalazo al mismísimo presidente de la república. En eso consiste su oferta, tanto para sus patrones laborales en turno como para su público objetivo. Esa es su marca: exponer espectacularmente a determinados actores de la clase política y generar en sus consumidores una sensación de rebeldía satisfecha, de inconformidad e indignación procesada en la autocomplacencia intelectual de estar recibiendo verdades valientes de la única periodista honesta en el gran mundo de los noticieros prime time. Y eso hace sentir a muchos de sus escuchas como sujetos inteligentes, suspicaces, digamos, “especiales”…

Estos efectos persuasivos -estrategias necesarias en cualquier profesional que viva de lo que sabe hacer-, no demeritan, repito, las aportaciones históricas de Carmen en la denuncia de la corrupción política. Lo que sí hacen es sobredimensionar sus alcances en cuanto a su rol en la transformación fundamental del país, que tantos parecen otorgarle.

Vamos, ni siquiera tiene un papel demasiado importante en la transformación del sistema informativo y mediático del país. Simplemente no le interesa. Y ese desinterés proviene, entre otras cosas, de que Carmen no es ni será de “izquierda”, sin ponernos a discutir sutilezas de lo que eso significa y ateniéndonos a los puntos menos controvertidos de dicha posición.

Su desdén a lo que la izquierda representa no es secreto. Basta ver con atención sus entrevistas con AMLO y el Subcomandante Marcos -y hay que mirar de qué extremos hablamos- para darse cuenta del soterrado despotismo con que los trató en su momento.

Pero Carmen nunca dirá nada de su posición política en términos de izquierda y derecha. En su target, en su mercado meta, hay muchos clientes que se asumen izquierdistas y consumen con goce delicioso los reportajes en donde los políticos personeros del capitalismo rapaz, hampones del PRI y el PAN, quedan al descubierto y en ridículo, incluso con posibilidades de ser inmolados en el “bote”.

Y bueno, a quién que tenga algo de decencia no le va a gustar esto… pero el punto es que esta es la piedra de toque de Carmen. Hasta aquí su oferta de mercado. Así como tenía hasta 2018 consumidores “chairos”, también tiene otro segmento: los apartidistas neutrales, muchos de los cuales la toman como una especie de incuestionable brújula para saber qué pensar y, cómo no, qué decir… Y es aquí donde podemos empezar a obtener indicios de sus convicciones políticas. Su mesa de análisis es un ejemplo de esta oferta diversificada, que para muchos pasa por “pluralidad”.

Lorenzo Meyer, en solitario, se tiene que enfrentar a Sergio Aguayo y Denise Dresser, cuyas filiaciones ideológicas no vamos a reiterar aquí. Eso sin contar la muy demostrable inclinación por ese personaje llamado Javier Corral, que fue promocionado en los espacios de Carmen como una suerte de “prócer anticorrupción” de derecha.

Entendemos así que “no deja contento a nadie” en términos ideológicos, pero satisface a su enorme base de clientes “duros”, dentro de los cuales, hay que decirlo, no están las legiones populares de la derecha prianista, quienes la odian y al mismo tiempo no terminan de descifrarla. Si lo vieran desde el punto de vista mercadológico, caerían en cuenta de que acaso tiene mucho más que abonarles de lo que “piensan”. Además, los contenidos de Carmen siguen siendo consumidos, siguen vendiendo al impactar en el debate público, más allá de lo que piensen políticamente las audiencias. Por ello, es banal el discutir si es de derecha o izquierda. Es decir, el que propinara golpazos mediáticos a capos del PRI y el PAN que estaban en “la plenitud del pinche poder” no la hacía de izquierda, como muchos confundidos pensaron… ella sólo cumplía con la satisfacción al cliente.

Carmen es, en efecto, libre e independiente. Sí: como prestadora de servicios informativos con buyer persons definidos. El que muchos idealizadores hayan confundido esta libertad de mercado con una postura de izquierda, no es su culpa. Estará siempre abierta a la verdad y la transparencia en la investigación periodística porque su branding así lo exige, y porque, no lo dudo, posee un núcleo ético que la hizo preferir este camino a otros mucho más abyectos.

A ella no hay que exigirle ni agradecerle más que eso. Su vínculo con Dresser, las actitudes ante AMLO y el líder zapatista, su simpatía hacia un personaje como Corral, entre otra lista que podría crecer, nos indican que, en un punto límite, lo más probable es que se decida por el statu quo de la clase empresarial “honesta y generosa” que su amiga y analista incondicional dice que existe y que es la mayoritaria, sin dejar de rascar los traspatios de los políticos corruptos. Si Carmen abandonara eso, no está claro a qué podría dedicarse.
Una última anécdota nos puede ayudar a entrever un poco más la estructura ideológica de Carmen. Alguna vez, un caricaturista de una respetable revista alternativa de izquierda, hizo un cartón que no fue del agrado de ciertos funcionarios del sexenio de Calderón. El hombre se llevó un susto, pues realmente comenzó a sufrir una suerte de acoso encriptado con intenciones de censura. Este caricaturista político es parte de, digamos, “el gremio de moneros de izquierda”; sin embargo, lastimosamente hay que decir que incluso ahí no todos son iguales en el sentido horizontal…hay, al parecer, individuos de primera y de segunda, y el protagonista de nuestra historia, el que hizo enojar al poder, parecía no tenerlas todas consigo en esa incongruente jerarquía…

El monero turnó de manera personal su caso a Carmen Aristegui. Ella lo recibió y le dio seguimiento público. Hay que decir que los compañeros moneros apoyaron al agraviado en todo momento y respaldaron la moción de que Carmen atendiera el asunto, lo cual sirvió para que los “ofendidos” lo dejaran en paz. No obstante, el punto importante que aquí viene a cuento se dio, según narró nuestro protagonista, cuando se celebró alguna reunión a la que asistieron Carmen y los moneros. El caricaturista en cuestión vio llegar a la periodista, prácticamente de frente, y esperaba -como cualquiera lo hubiera hecho en su lugar, creo yo-, que lo saludara y platicara con él del affaire, o sea, con el afectado que le confió su caso.
Pero no lo hizo.

La mujer pasó delante de él ignorándolo, y fue directamente con quienes aquí podríamos llamar los caricaturistas “importantes”. Por lo menos parece ser que ella los veía así. Y con ellos sí se puso a comentar el asunto que le competía directamente a aquél que había desconocido con desdén minutos antes…

Por cosas como estas lo más adecuado es dejar de hacerle a Carmen exigencias que no le interesan. Actuará como ella piense que el mercado se comporta, pero fiel a su identidad de marca. En estos momentos, su branding demanda posicionarse como una heroína independiente, víctima de las hordas virtuales del gobierno.

El consumidor de izquierda electoral probablemente ha perdido rentabilidad ahora que su candidato llegó al poder. Justo ahora está pesando más la verdadera forma política de pensar de ella: una lucha parcial contra la corrupción, siempre espectacular, pero funcional para el statu quo de desigualdades económicas que, en caso de que realmente le preocupen, se sabe voluntariamente limitada para contribuir a un combate más radical de las mismas.

Ello la llevaría a las radios alternativas rurales, al internet como espacio subversivo en desprecio de los medios mainstream donde se halla el gran dinero; en suma, dejar sus privilegios de clase y poner su pellejo en verdadero peligro, y no precisamente debido a este gobierno en turno, sino a causa de los poderes fácticos cuyos pararrayos políticos ella acostumbraba a molestar, y que están lejos de irse y de dejar de usar la violencia para proteger sus fortunas. Entonces su menor problema serían los “hostiles” bots y algoritmos que -según la narrativa que ya está adoptando descaradamente de su amiga itamita- “paga” el hombre que ocupa hoy la presidencia, y el cual siempre le ha provocado desdén y hasta aversión.

Precisamente el reciente reportaje de Aristegui Noticias, acerca de la agresión por parte de una funcionaria del gobierno actual, Sanjuana Martínez, a periodistas y extrabajadores de Notimex mediante cuentas de Twitter o “bots”, muestra una vez más ese patrón de Carmen Aristegui que no ayuda de manera alguna a garantizar a plenitud el derecho a la información de la ciudadanía, o por lo menos no como sus fans pretenden. De modo similar al tratamiento que ha brindado al problema del narcotráfico, y como una constante, sólo acude a una voz, concretamente Signa Lab del Instituto de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), en este caso la fuente más conveniente para la marca Aristegui que hemos venido analizando y, coincidentemente, de las de mayor afinidad ideológica con la permanencia de ese statu quo de desigualdades económicas…

La Carmen que tenemos es lo que hay. Y es más bien tedioso ponerse a calentar ánimos en torno a su persona.
Después de explorar todo lo anterior, sentirse “traicionado” por Carmen, debido a que se le apoyó en alguna de las varias ocasiones en que tuvo diferencias con el consorcio mediático en el que estaba contratada, es francamente desmesurado. Ella nunca solicitó ese respaldo. Se le otorgó por principios, porque su oferta informativa era o parecía ser en ese momento la que nos satisfacía, pero no es posible echárselo en cara a fin de forzarla a que actúe como lo que no es o como lo que no quiere ni pretende ser…

Qué bueno que en los grandes medios exista una voz como la de Carmen. ¿Eso por sí mismo significa pluralidad? No, definitivamente no. Para que exista una verdadera pluralidad, que garantice el pleno derecho a la información de la ciudadanía, es necesaria la presencia de Carmen, pero no sólo de Carmen, sino de muchas, muchísimas voces de todo, pero todo, el espectro ideológico -no únicamente de los más o menos favorables al statu quo como sucede hasta ahora-y todas ellas con los mismos recursos, medios, difusión. En suma, el terreno debe ser parejo.

Entonces, Carmen…
¿Es una periodista honesta? Tiende más a serlo… aún
¿Es confiable? No necesariamente
¿Es diferente de sus colegas de las grandes ligas de los medios? Solía serlo por su branding, pero no sabemos el nivel de interés que para ella tenga eso en el futuro.
¿Es de izquierda? No. Y menos “amloísta”, como los zapatistas de gabinete, igual de despistados que sus haters de derecha, se empeñan ridículamente en arengar.

¿Es libre e independiente? Sí, como empresaria y prestadora de servicios periodísticos.
Eso es lo que hay. Una profesional que trabaja para sí, con consecuencias en ocasiones positivas, y que es indudable que pudo haber escogido caminos más fáciles e indignos. Si su estrategia de mercado empieza a hacer que su influencia se decante por los intereses de los dueños del dinero de este país de forma más corrosiva, habrá que seguir siendo crítico con ella, como se puede y debe serlo con cualquiera, CUALQUIERA, en una democracia, mientras jamás se ponga en entredicho su derecho a expresarse.
Es simplemente Carmen.

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