Por: Melvin Cantarell Gamboa
Hasta julio de 2018, en México, el statu quo se veía seguro y sólido. No se descartaban algunas turbulencias y rebeldías, pero nada anunciaba alteraciones que pusieran en crisis el poder político y económico dominante; los intereses privados de industriales, banqueros y sus compinches gobernantes neoliberales parecían firmes y nada presagiaba alguna sorpresa. La máquina funcionaba, según sus cálculos conforme a lo previsto; la función de los órganos tradicionales de control, puestos a prueba en múltiples elecciones anteriores, se consideraban infalibles. Desde la perspectiva del sistema, la sociedad civil tenía una presencia episódica, inofensiva y difusa en los procesos electorales. El Estado lo era todo.
Esa mafia en el poder veía al ciudadano manipulable, sin coraje suficiente para romper con el tutelaje que por años impuso a un pueblo que consideró en minoría de edad e incapaz de conducirse por sí mismo y tomar sus propias decisiones. En última instancia les quedaba una práctica largamente ensayada con éxito: la compra del sufragio ciudadano regalando una despensa, una tarjeta “Monex”, “rosa” u otra (para adquirir víveres caducos de cadenas de tiendas locales). Además, tenían a su favor a los organismos encargados de vigilar y calificar el proceso electoral, contaban también con sindicatos y organizaciones populares, tantas veces legitimadoras de sus fraudes, para negociar en su favor cualquier resultado dudoso y como último recurso, leyes, normas y reglas que históricamente fueron decantando para aplicar en casos de emergencia ante cualquier suceso electoral inopinado que cuestionara su posición como fuerza dominante. No obstante, la elección se les fue de las manos.
La ciudadanía tomó sus propias decisiones e hizo valer el poderío del voto ciudadano. Cada sufragio fue una manifestación de libertad y voluntad propia. El país entero había abandonado la indolencia al cobrar conciencia de sus desgracias y sufrimientos pasados.
Un áspero realismo nos dice que para que un pueblo cobre conciencia de su poder, su forma de vida anterior habrá alcanzado todo límite soportable. Años de padecer el cáncer del estatismo corrupto y corruptor como enfermedad crónica, sin control ni equilibrios, padeciendo la rapacidad y la venalidad de los funcionarios, la avidez y avaricia de los ricos, los embustes y engaños de los medios de comunicación y de sus testaferros los intelectuales orgánicos, restaron legitimidad a la dominación neoliberal e hicieron ostensibles sus abusos; la credibilidad del régimen se desplomó como castillo de naipes e hizo brotar la ira y la rebeldía que se expresó en un voto franco y legítimo en favor de MORENA (Movimiento de Renovación Nacional).
Una vez que el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, tomó el poder, empezaron a darse cambios e innovaciones en el contenido, las formas y las maneras de la gobernación que incomodaron a los poderes tradicionales, pues cuestionaba su visión del desarrollo del país y las políticas sociales en vigor. El solo hecho de declarar la guerra a la corrupción liquidaba el principal sustento de su existencia y clave de su supervivencia. Lo que fue principio de su estrategia de poder y creó las desigualdades más escandalosas e infames fue puesto bajo asedio y objeto de persecución criminal; esta acción, sumada a otras que modifican ya las realidades del país, retrasará, esperamos que por largo tiempo, todo posible regreso de políticos rapaces y voraces depredadores cuyos partidos se valen, en el actual proceso electoral, de todos los medios, sin desdeñar ningún recurso, en alimentar el sentimiento de odio y venganza contra quienes los desplazaron.
Las elecciones del próximo 6 de junio los ha hecho cerrar filas y aglutinarse en un solo frente conservador capaz de golpear, aunque sea golpeado, con tal de recobrar su más codiciada ambición: el poder.
Cierto que en 2018 los ciudadanos eligieron a López Obrador al frente del Poder Ejecutivo y Morena obtuvo mayoría en el Legislativo. El nuevo gobierno se dio a la tarea de modificar en favor de los pobres las relaciones de dominación vigentes en dos frentes: declarar la guerra a la corrupción, pilar y sustento de la riqueza mal habida de políticos y acompañantes (empresarios, contratistas, explotadores de empleados sin protección legal ni servicios sociales, obreros y muchos otros etcéteras), por un lado y por otro, aliviar las condiciones de vida de los menos favorecidos con oportunidades y apoyos que les han sido expoliados.
Sin duda el más vergonzante y escandaloso punto débil del neoliberalismo mexicano es la corrupción de la administración pública, pues muestra la nada oculta manera de pensar y actuar de una clase política que hizo del Estado un régimen patrimonialista con la práctica del nepotismo: los altos puestos burocráticos de la administración, el legislativo y en el poder judicial eran repartidos entre familiares, compadres, amigos, amantes e incondicionales cortesanos y actos criminales que lo caracterizan: mordida, cohecho, soborno, desvío y apropiación indebida de recursos públicos.
De ahí que la lucha contra la corrupción se haya convertido en el emblema del actual gobierno.
En cuanto a las víctimas de la injusticia social, destacan por su importancia los esfuerzos para elevar los ingresos familiares, ampliación de los salarios y prestaciones sociales para los trabajadores y la protección de los más desvalidos con programas como las universidades Benito Juárez, Apoyos al bienestar de niñas y niños y madres trabajadoras, Producción para el bienestar, Crédito ganadero a la palabra, Tiendas para el bienestar, Sembrando vida, Jóvenes escribiendo el futuro, Pensión para adultos mayores y Jóvenes construyendo el futuro. Estos y otros programas son insuficientes dado el tamaño y la complejidad de los grandes problemas nacionales, pero es un buen inicio y una muestra de la intención de superar la indefensión en que se encuentra la mitad de los mexicanos.
Escribe Montesquieu en sus Cartas Persas: “Un pueblo que recibe beneficios que antes le fueron confiscados, se sentirá obligado a conservarlos y tendrá interés en defenderlos”. En el caso actual, considero que los ciudadanos mexicanos no se dejarán embaucar por la retórica falaz de los muy conocidos partidos como el PRI, PAN, PRD y fauna que le acompaña. El engaño, la mentira, la hipocresía, el decir, lo que la multitud quiere escuchar, con tal de persuadirla, sin que lo que se dice coincida con lo que se piensa y se calcula hacer, es el objeto de la retórica como técnica e instrumento eficaz del demagogo; algo que está en la naturaleza de los políticos conservadores y los reciclados personajes del fugitivo régimen.
Del mismo modo que la injusticia y la inequidad no se agotan con el reclamo de justicia o el rechazo en las urnas de un partido político, al ciudadano razonable y razonante le asiste el derecho de volverse contra el enemigo y con mayor razón cuando tiene algo que defender.
Fuimos engañados largos sexenios por el PRI y por el PAN. ¿Podemos ahora ser “salvados” por ellos? Quien piense y quiera comprender buscará soluciones y para lograrlo habrá de aprender a problematizar atreviéndose a romper con todo aquello que lo ata a viejos hábitos y costumbres para liberarse, autonomizarse e independizarse de la dominación cognitiva y espiritual que le fue impuesta por la cultura política dominante en el pasado.
Por último, ¿Es posible hacer justicia sin modificar nada? La justicia es en rigor una relación de conveniencia. En México la cercanía de nuestra tradición jurídica con la Escuela italiana de Derecho, ha creado la falsa idea de que el estricto apego a la letra de la ley se identifica con la Justicia (así con mayúscula). No existe tal cosa. Hay actos justos y se hacen presentes en los tribunales cuando jueces sabios, probos e intachables hacen justicia.
Solón no se engañaba cuando afirmó que “las leyes son como las telarañas, pues enredan lo leve de poca fuerza, pero lo grande las rompe y se escapa”; por su parte Aristóteles pensaba que todo acto de justicia está indisolublemente ligado a relaciones de equidad; es decir, la única condición para juzgar con verdad es el acompañamiento de equidad y justicia; pero siempre será mejor ser equitativo que justo al momento de juzgar en el ámbito social.
Hago esta reflexión acerca de lo justo motivado por los “polémicos” fallos del INE, el TEPJF y los jueces Juan Pablo Gómez Fierro y Rodrigo de la Peza quienes en situaciones diferentes han defendido sus decisiones judiciales recurriendo al argumento de “estricto apego a la ley”, cuando debieron considerar la preminencia del interés general.
Tal como están funcionando las cosas en México resultan ilustrativas las palabras que John Warr escribió en su libro: “La corrupción y la deficiencia de las leyes inglesas” (citado por Michel Foucault. – Defender la sociedad. FCE. 2002): “Las leyes son trampas: no son en absoluto límites del poder, sino instrumentos del poder; no medios que tiene la justicia, sino herramientas para velar por ciertos intereses”.
No podemos negar que el derecho tiene por función delimitar formalmente el poder, pues establece reglas que ponen en acción mecanismos jurídicos que han de conducir a la toma de una decisión (pero sólo desde un punto de vista formal). Pero cuando la cosa juzgada es compleja e involucra los intereses de toda una nación (como las elecciones o los hidrocarburos) y confluyen relaciones de poder, toda conclusión debe considerar no sólo la legislación, sino una profunda investigación del contexto, conocimientos y sabiduría que permitan al juzgador supeditar los medios a los fines; a dejar de lado también militancia, ideología, compromisos, dogmas y convicciones (las convicciones, dice Nietzsche, producen servidumbre y espíritus dependientes, se apoyan no en razones, sino en creencias que sirven para apagar su buena conciencia); de no ser así, es de sospechar que el veredicto conlleva una enorme carga distorsionante: compromisos, deshonestidad, ausencia de ética y carencia de integridad deontológica.
También a la sombra de las leyes se ejerce la tiranía.