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Los pequeños demonios del muro verde
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Los pequeños demonios del muro verde

El rugido estridente me hizo dar un brinco tremendo en la cama, claramente había oído a un gigante que arrastraba lentamente sus pies, jalando una gran herramienta de metal.

Corrí la cortina y me asomé por la ventana que daba al cerro que dejaba caer su ladera apenas a unos metros de la casa y entonces, con la claridad de la luna, advertí la enorme piedra que se había desprendido del muro verde. Era un pedrusco negro muy redondo, de unos diez a quince metros de diámetro y tenía aquellos hoyos profundos en forma de soles, que parecían cuencas vacías.

Tan pronto pude reaccionar, salté de la cama para despertar a Eduardo.  Tratando de no hacer ruido, me hinqué sobre su pecho mientras lo sacudía con todas mis fuerzas, tiré con desesperación de la camisa de su pijama, diciéndole con la voz ahogada, que aquello estaba a punto de aplastarnos.

Entre sueños medio me contestó que lo dejara dormir, se dio la vuelta descalificándome como siempre, seguro pensó que había tenido una pesadilla, igual que aquel día que estando acostada me llamaron por mi nombre con tanta claridad, que sentí la tibieza de un aliento en mi oído y pegué un grito tal, que Lalo despertó incrustado a la pared de la recámara como un gato de caricatura. Pero también esa vez había sido cierto, aquella mujer tenía algo que decirme y me tuve que aguantar todas sus burlas; cuando me dijo que yo era una bruja y que no me sintiera tan importante como para que un espíritu viniera a susurrarme al oído a mitad de la noche…pero mientras recordaba sus palabras, de nuevo se volvió a oír aquel ruido.

Desesperada seguí jaloneándolo, no quería gritar porque tenía miedo de ser escuchada, pero al ver que no reaccionaba lo bajé como puede arrastrándolo por las escaleras. Sus cien kilos de peso y su metro noventa de estatura me parecieron livianos, mientras volvía a sentir la vibración amenazante de grandes piedras que se deslizan.  Casi al final de los escalones, él ya estaba completamente despierto y pudimos oír la fuerza del golpe seco sobre el techo de la cabaña acompañado de un crujido lento.

Salimos por fin trastabillando mientras corríamos despavoridos por la antigua amenaza del muro verde, donde habitaban esos demonios de la cotidianidad y el aburrimiento, que alimentamos cuidadosamente a través de dieciocho años.  El día a día se había convertido en una rutina que silenciosa, había carcomido nuestras vidas, como los pequeños hongos que destruyen lentamente hasta la maleza más tupida en las profundidades de la selva.

El fresco de la madrugada nos aclaró la mente, la humedad de la tierra levantaba una ligera neblina, que no nos permitía ver con certeza por donde nos movíamos. Finalmente logramos alejarnos unos cien metros. Desde lo alto de una pequeña colina, pudimos ver la gigantesca piedra colocada como un sombrero ridículo sobre nuestra casita.

De pronto, los cristales estallaron en cientos de pequeñas astillas que se proyectaron disparados a varios metros de distancia. Las paredes tronaban cada vez mas fuerte, hasta que de golpe, con un gran estruendo, se desmoronaron ante el inminente peso, reduciéndose a un amasijo de piedras y varillas, envueltos en una nube de polvo.

Nos quedamos perplejos por la sorpresa. Nuestros pulmones se habían detenido en un espasmo que nos pareció eterno. Cuando logramos normalizar la respiración, nos dimos cuenta de la magnitud del daño. Ningún deseo había sido suficiente; ni la ilusión de una vida juntos, de construir esa casa o de formar una familia. Sin ninguna conciencia, durante años habíamos seguido la inercia del tiempo, tropezando en el intento por levantarnos, a veces ya sin ganas, sin amor, sintiendo una profunda soledad.

De pronto caímos en la cuenta que todos los miedos olvidados se habían despertado de su aparente sueño eterno.

Frente a nosotros sólo quedaban escombros. Los pequeños demonios del muro verde nos derrotaron, habíamos tratado de engañarlos y engañarnos. Pero no hay plazo que no se cumpla, estaba terminado.

Sin decir nada nos miramos durante un rato, sin enojo, sin resentimiento. Nos dimos cuenta que ya liberados de aquello que nos mantenía juntos, era el momento de desandar las historias, de regresar a nuestra verdadera esencia. Ya no volverían los gritos, ni los portazos, por fin el ruido se había acabado.

Giramos en sentidos opuestos y comenzamos a andar por el sendero incierto, pero auténtico de nuestra vida.

Finalmente los caminos se habían separado, los años desgastaron las historias, los anhelos. Inexorablemente, nuestros demonios nos habían alcanzado.

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