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El delirio racista
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El delirio racista

Los recientes acontecimientos en la ciudad fronteriza de El Paso, en los que un hombre atacó a tiros a los clientes de un centro comercial asesinando a más de una veintena de personas, la mayoría de ellas de origen mexicano, en un intento de detener lo que llamó la “invasión hispana” que se está poderando de los Estados Unidos, es la expresión de lo que podemos denominar un delirio racista que para nada es nuevo en el país vecino ni en el mundo, pero que hemos visto acrecentarse en los últimos años gracias al triunfo de Donald Trump y su discurso abiertamente racista con el que ha dado la pauta para que sin pudor, los grupos supremacistas blancos estadunidenses se exhiban en toda su miseria y demuestren abiertamente su posición nacionalista antimigrante.

Para la humanidad, el intento de justificar el poder de un grupo sobre otro es largamente conocido, distintas son las expresiones que se han acuñado para nombrar a los otros, a los distintos y distantes no sólo en términos físicos, sobre todo culturalmente hablando. Por ejemplo, para los griegos todos aquellos no pertenecientes a su misma matriz cultural fueron llamados bárbaros, a sus formas de organización social éthnos, de donde deriva la palabra etnia que se sigue utilizando para nombrar a las formas de organización social indígena para distinguirlas como valorativamente distintas e inferiores de las sociedades modernas. Así, pese a la fachada antropológica o sociológica del término, es decir, su aparente imparcialidad al ser un término “científico”, contiene un indíce racista vinculado con el origen mismo de la antropología y la sociología como ciencias positivas y coloniales.

En los albores de la modernidad, la idea de la superioridad del hombre blanco fue una de las formas en que se intentó justificar la conquista y la posterior colonización de América. El control social, político y económico de los amplios grupos indígenas y africanos traídos de manera forzada a este continente, tuvo una primera justificación en la diferencia religiosa. La noción de guerra justa permitía a los cristianos, hacer la guerra, matar y despojar a los infieles de sus posesiones, su dignidad y su vida. Pero en el momento que la conquista religiosa rindió frutos después de la evangelización, la justificación del dominio debió trasladarse a lo racial. Así, la idea del supremacismo blanco se constituyó en un pilar del dominio y la explotación pre-capitalista en el continente. Sin el componente racial como justificación, no podríamos comprender la expoliación de recursos y fuerza de trabajo que generaron los excedentes que impulsaron el desarrollo en Europa.

La idea de la supremacía blanca, sentó sus reales no sólo en el continente, sino también a lo largo y ancho del mundo como una forma de justificar todos los colonialismos, acompañados siempre de una pretensión imperialista. El arquetipo del hombre blanco se convirtió por ende en sinónimo de civilización, de progreso y de cultura (vista ésta desde una posición conservadora que distingue una alta cultura o cultura de élite de una baja cultura o cultura popular), y en ese contexto, la aventura imperialista se vio también como una égida civilizatoria que llevaba luz y progreso a los lugares en los que sólo la barbarie imperaba. Los colonizadores se asumieron como los grandes civilizadores al llevar su cultura y estilo de vida e imponerlas de manera forzada en todos los rincones a los que arribaron.

Una vez consolidadas las independencias, el horizonte de civilización generalmente se reducía al que los colonizadores habían logrado imponer, así que las nuevas élites no hicieron más que imitar el modelo de las metrópolis, que gravitaba en torno a la idea de la superioridad del hombre blanco y su cultura por encima de lo autóctono. Es así que, a lo largo del siglo XIX particularmente en la América recién independizada, los procesos de colonización de los territorios internos y de construcción de los Estados nacionales se acompañaron de campañas de blanqueamiento que no lograron sino empobrecer cultural y socialmente a un continente ya de por sí empobrecido culturalmente por el proceso colonial europeo. El diseño institucional de las nacientes naciones quedó atravesado por la noción de raza que se ocultó bajo el disfraz de la noción liberal de ciudadanía, siempre excluyente. En este contexto el delirio racista posibilitó en las sociedades poscoloniales una estratificación social basada en el color de piel y el origen “étnico” que nos permite entender la razón por la cual las nociones de raza y nación se encuentran estrechamente vinculadas.

Si bien la idea de raza no es nueva para la humanidad, en los dos últimos siglos y a raíz de un desafortunado encuentro forzado con el desarrollo del discurso científico positivista se ha buscado justificar las diferencias civilizatorias, económicas y sociales no sólo entre personas, también entre los pueblos a partir de la noción de raza. En ese sentido, los siglos XIX y XX fueron prolíficos en el desarrollo de teorías que buscaron justificar la supuesta superioridad de los sectores blancos por encima de las minorías latinas, afrodescendientes e incluso sobre las mujeres blancas, porque el racismo va acompañado siempre de una infantilización y feminización del otro, en un intento de restarle capacidad de razón, es decir, racismo y machismo son dos caras de una misma moneda; en este tenor sobra mencionar el papel que pasaron a tener las mujeres pertenecientes a alguna minoría en este intento de cientifizar la raza o de racializar la ciencia. Derivado de estas posiciones se desarollaron teorías como las del determinismo fenótípico, una manera de identificar el potencial criminal de una persona a partir de sus rasgos físicos, que evidentemente se utilizó para criminalizar a la población latina y afrodescendiente en países como Estados Unidos; de igual manera la Alemania nazi intentó el exterminio del pueblo judío, de los gitanos y de la comunidad homosexual por considerarlos degeneraciones del ideal de raza aria a la que aspiraban y a la que Hitler, por cierto, estaba lejos de pertenecer. Aquí podemos contar lamentables episodios como los genocidios étnicos en Ruánda, Serbia y Sudán de Sur, que no dejan de ser expresiones de racismo y supremacismo de un grupo sobre otro.

Si bien es cierto que el racismo más conocido es el que opera en ciertos sectores blancos de ultra derecha hacia los otros, éste posee líneas de fuga hacia todos lados y en todos los sentidos, es decir, el racismo no es exclusivo de los sectores blancos sino que se reproduce en todos los niveles de la sociedad en una suerte de eslabonamiento en el que siempre hay alguien en una condición de inferioridad mayor a la que yo puedo experimentar. En México por ejemplo, después de la independencia de España, fueron los sectores criollos quienes construyeron la idea de nación sobre su supremacía respecto a los enormes sectores de población no europea. Con el correr del siglo XIX el eje de la idea supremacista racial se fue trasladando hacia el “mestizo” como la expresión más clara de lo “mexicano” en tanto representaba la síntesis de lo hispano y lo indígena, pero sobre todo como superación de ese carácter “étnico” de la población que ha sido visto generalmente como un obstáculo para el desarrollo y el progreso de la nación. Esta orientación mestizofílica que se ha mantenido hasta nuestros días y sobre la que en gran medida se soporta la idea de nación, opera también como ese delirio del supremacismo blanco, se proyecta contra lo indígena, contra los afromexicanos, contra los sectores populares, contra los migrantes, particularmente los latinos y centroamericanos, al negarles los derechos más básicos como la salud y la educación, el libre tránsito, al emplearlos por salarios de hambre, al no garantizarles su derecho a una vida digna o simplemente a la seguridad de ésta.

Pese a que este delirio racista que ha acompañado a la humanidad en los últimos siglos ha dejado una funesta huella, mantiene vigencia gracias a la funcionalidad que tiene para los dueños de los capitales. Detrás del delirio racista y todas sus expresiones está la posibilidad de expoliar la tierra a sus legitimos dueños y de ponerla en circulación como una mercancía; la posibilidad de forzar a poblaciones enteras a desplazarse para evitar la violencia y la muerte; la posibilidad de tomar sus recursos, de despojarlos de sus derechos o de reducirlos a mano de obra barata o a fuerza de trabajo esclava. Detrás de este delirio está la búsqueda de reducir a las personas a nada, de despojarlas de su dignidad, de su calidad de humanos y de convertirlos en cosas, de poder ejercer contra ellos todo tipo de violencia y atrocidades porque se les ha despojado de su calidad de humanos y la muerte de lo inhumano no genera culpa, ni pena. Detrás de este racismo está la precarización laboral de los migrantes que beneficia a los empresarios esten estos dentro o fuera de la legalidad y al capital estadounidense; está nuevamente la ambición imperial engrandecer a las naciones por encima de lo humano.

David Benítez Rivera
Profesor investigador UAM-Xochimilco
Twitter: @DavidBe74096312

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