Efraín se despertó cuando todavía no amanecía, sentía que le iba a explotar la cabeza como si trajera lava hirviendo a punto de salir disparada, de buena gana se quedaría en la cama, pero no tenía alternativa. Dejó que sus pies se resbalaran hasta el piso mientras todo le daba vueltas. Tenía que prepararse para ir a la chamba.
Con mucho esfuerzo se enderezó tratando de contener las nauseas, cuando pasó la sensación amarga en la garganta, estiró el cuello despacio inclinando la cabeza hacia un lado y hacia el otro, sentía la nuca endurecida y los hombros adoloridos. La peda había estado bastante cabrona a pesar de todo el perico que se había metido para bajársela.
Haciendo un esfuerzo, abandonó la cama y caminó arrastrando los pies hasta el baño de su pequeña vivienda. Mentando madres por la cruda abrió la llave del agua caliente, dejando que le escurriera por la cara, pensando en el fastidio que le provocaba meterse bajo la regadera. Se rasuró frente a esa imagen desolada, se lavó despacio los dientes y sintió nuevamente esa bilis agria subiendo de golpe desde el estómago hasta la garganta, provocándole una arcada.
Con la piel todavía húmeda, se puso el uniforme negro y conforme lo hacía, se fue poco a poco transformando: la camisola un poco ajustada y el estómago metido lo hacían parecer mas fuerte, enderezó la espalda, ganó altura. Cuando se terminó de amarrar las botas, el personaje estaba casi completo, se ciñó el cinturón con la funda, colocó el arma, abrochó la cinta de cuero sobre el percutor. De pronto se topó de con esa mirada apagada que lo veía desde las profundidades del espejo, pero la cubrió como siempre con los lentes obscuros.
Un café soluble sería suficiente para espabilarse sin cargar mucho el estómago, logrando controlar los intestinos hasta llegar a los baños dentro de los vestidores del trabajo, evitando así ensuciar su propio escusado. Siempre era así, había perfeccionado su rutina con movimientos automáticos. Todo estaba bajo control, esa era su palabra favorita.
Cuando salió a la calle, el golpe del aire fresco le abofeteó la cara, la resaca lo estaba matando. Llegó hasta la jaula donde metía su auto, en esos conjuntos de interés social, los estacionamientos estaban al aire libre y siempre los desvalijaban, así que la única manera de protegerlos era enjaulándolos, qué ironía.
Sacó las llaves para abrir el candado y al quitar la cadena, éstas se le escaparon de la mano: -¡Me lleva la!- sus movimientos eran muy torpes, debió de meterse otra línea pero ya iba corto de tiempo, tenía que llegar a pasar lista para evitar el arresto, reportarse con el jefe y recibir el cambio de turno.
De camino al trabajo recordó que hoy era día de visita, era una buena oportunidad para sacar una lana extra, que al final del mes le representaba casi dos terceras partes de su sueldo.
Al pasar frente a la entrada del reclusorio, vio la larga fila que se iba apiñando con rapidez, faltaban tres horas para abrir la reja de entrada y una gran cantidad de mujeres y algunos hombres ya esperaban pacientes en el frío, con sus bolsas llenas de comida y artículos para sus internos.
Unas mujeres que se encontraban junto a la reja de entrada, vendían por diez pesos los primeros lugares; la gente que lo pagaba, era empujada hasta embonar como sardina entre otras dos personas, entre quejas y apretujones de los de atrás. Efraín pensó que con toda esa gente, a pesar de todo iba a ser un buen día.
Saliendo de los baños oscuros que apestaban a caño, se topó con Julieta que lo saludó con su sonrisa cínica, indiferente, como si no se la hubieran pasado toda la noche juntos. Esa era la misma sonrisa con la que le llamó al inútil del marido para decirle que no llegaría esa noche porque el comandante le había dicho que tendría que doblar turno. Así era Julieta, insolente, divertida y además estaba “bien buena”.
Caminó por el pasillo gris que llevaba al galerón de la entrada, donde ingresaban los familiares para formarse en las diferentes casetas, ahí los custodios encargados de catearlos les sacaban la primer lana.
Mientras iba saludando a algunos compañeros, vio a un pequeño grupo que con caras largas comentaban algo en voz baja, mientras se pasaban un periódico de mano en mano. Cuando se acercó, se enteró que habían matado al comandante Fuentes y a “el Lápiz”, un custodio al que ese día le había tocado ir de su escolta.
Al terminar el turno, “el Lápiz” había llevado al comandante de burdel de Iztapalapa a buscar a una vieja. Dos hombres con casco en una moto los siguieron desde que salieron del trabajo y cuando se estaban estacionando frente al antro, los rafaguearon, matándolos instantáneamente, nadie pudo identificar a los agresores.
En el periódico se veía la foto del jetta blanco donde el comandante había quedado inclinado hacia un lado en el asiento trasero, mientras la cabeza de su chofer se veía recargada sobre el volante, como arrepintiéndose de haberle lambisconeado al jefe para que lo llevara esa noche de su escolta.
Un escalofrío le recorrió el espinazo, en los últimos ocho meses ya habían matado a cinco de sus compañeros. No pudo evitar pensar en lo peligroso que era esta chamba; te pasas seis días de la semana encerrado en éstos edificios de mierda, controlando a la de “sin susto” a toda clase de ojetes, identificando a los putos lame huevos para que te sirvan de “borregas”, de “orejas”, espiando a sus compañeros, “aterrizándolos” cuando se ponen pendejos; así vas armando tu flota.
Aquí te vuelves un experto en intimidación, aunque digan que eres un “avanzado”, eso te permite sacarle a los internos desde una “vaisa” hasta una “mano”, de cinco hasta quinientos pesos, dependiendo que tanto los presiones. Todos tienen que “convivir”, de acuerdo al sapo es la pedrada.
Como custodio tienes que ser muy inteligente, colocarte en un buen sitio para poder cubrir tus cuotas, porque si te suben a la torre de guardia ya valiste madre, allá no hay a quien sacarle la feria.
Si no sacas suficiente en el turno, siempre puedes armarles un “cuadro” a los pinches presos: a la hora del rondín y con apoyo de tus “borregas”, le siembras una “punta” o un celular en alguna celda y das el pitazo. Los del rondín los amedrentan amenazándolos hasta que terminan aflojando y de lo que les saquen te dan tu mochada.
Los viciosos también son buenos clientes; ya sabes que compraron droga y al pasar por la exclusa tus “borregas” los detienen, los registran y los “chacalean”, amenazándolos con bajarlos al módulo, el peor lugar de la cárcel; los “paras de culo” hasta que con el susto, no les queda otra que caerle con un buen baro.
En los días de visita el objetivo son los familiares. Después de la primer revisión, se forman para pasar sus bultos por “el avión”, la banda de los rayos X; ahí es donde durante horas, te tienes que pasar abriendo y revisando bolsas llenas de chingadera y media, soportando a las viejas que entre chirimigeos te ruegan que no les quites sus porquerías, mientras a cambio, te ofrecen una moneda de diez pesos, como si fueras un puto “bachichero” muerto de hambre; pero si te pones pila y les sales con todo tipo de pretextos, les sacas mas billete. Es un trabajo tedioso pero remunerativo.
Si te toca revisar la fila por donde entran las mujeres que vienen a talonear a las “cabañas”, la tienes muy fácil; ellas ya saben de a cómo es la movida, así que sólo las medio revisa otra compañera y te van entregando sus 300 pesos mientras te enseñan las tetas con una sonrisa.
Al final del turno, después de cubrir tu cuota, puede que te queden unos mil o mil quinientos pesos, depende de lo que le chingues al jefe.
A la mañana siguiente, se abre con un chirrido la pesada puerta de hierro, caminas de nuevo hacia la calle, los otros no tienen esa posibilidad. Se siente bien chido salir y sentir el aire frío en la cara, respirar profundo sin el rancio olor a miedo que se percibe adentro. Conforme te alejas, te vas pulverizando entre la gente que espera ansiosa entrar a la visita.