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Ecuador y el allanamiento a la embajada mexicana, la amenaza de los nuevos políticos
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Ecuador y el allanamiento a la embajada mexicana, la amenaza de los nuevos políticos

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Por: Miguel Alejandro Rivera
@MiguelAleRivera

En su libro, El encuentro con el Otro, el periodista polaco Ryszar Kapuscinski plantea la importancia del diálogo entre los individuos y entes de la sociedad. Haciendo un repaso histórico y filosófico, el reconocido reportero del siglo XX explica que hay tres alternativas para la interacción: el entendimiento pacifico, el establecimiento de barreras y la guerra.

Kapuscinski vivió en su niñez la Segunda Guerra Mundial y después se dedicó a cubrir conflictos armados y revoluciones en África, Medio Oriente y América Latina. Hombre sensible como pocos, escuchó a los pueblos más que a las autoridades y dejó innumerables crónicas para comprender la importancia de la Otredad y el respeto a los demás, por más diferente que sea su cultura o pensamiento.

En las Relaciones Internacionales, básicamente esos son los principios de la diplomacia: comprender que el resto del mundo muy probablemente piense diferente a mí y que mis ideas no necesariamente deben ser preponderantes o incluso las correctas ante ciertas situaciones.

Los bárbaros no hablan, golpean. Las diferencias de pensamiento, de creencia, incluso hasta de lenguaje han llevado a guerras de magnitudes catastróficas en muchas épocas y partes del mundo. ¿No la base del conflicto entre Hamás e Israel es una cuestión de pensamiento religioso?

Luego de la Segunda Guerra Mundial, el mundo se planteó un sistema utópico conocido teóricamente como Idealismo Político, en el que, para evitar grandes conflictos globales, se instaurarían instituciones internacionales, como las Naciones Unidas, para discutir los desencuentros entre los Estados del mundo. Sin embargo, y a todas luces, no funcionó: las guerras continúan y muchos gobiernos se siguen saltando las trancas de un sistema internacional fallido.

En 1964, entró en vigor la Convención de Viena para las Relaciones Diplomáticas. Ésta tiene como objetivo proteger las relaciones entre países basándose en el diálogo y entendimiento. Violarla es destruir años de avances en el derecho internacional y la civilidad del mundo: Ecuador lo hizo.

El gobierno de un joven Daniel Noboa, que declaró un conflicto interno armado en su país a inicios de año para luchar contra el crimen organizado tomó la errática decisión de que la policía irrumpiera en la embajada de México en Quito para extraer a Jorge Glas, exvicepresidente durante un periodo del mandato de Rafael Correa, referente de la izquierda latinoamericana a inicios del siglo XXI.

Más allá de lo que ahora todo el mundo sabe, sobre las condenas internacionales a tan aberrante acción y el rompimiento de relaciones que el gobierno mexicano ejecutó contra su similar de Ecuador, la pregunta es si un movimiento político interno valía la pena para posicionarse como un villano del sistema mundo moderno.

La respuesta es no. Políticos como Daniel Noboa son parte de una extraña escuela que, podría decirse, inició el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, bajo la cual la popularidad parece blindar a éstos personajes para hacer lo que quieran de la forma que mejor les parezca.

Nayib Bukele es otro ejemplo de mandatos a los que no les importa lo que diga el concierto internacional; su gobierno ha sido acusado de violar los derechos humanos de los pandilleros y de la reducción de las garantías individuales de la población en general, pero a al mandatario no le interesa más que el 82.9 por ciento de los votos con los que se reeligió en los últimos comicios en El Salvador.

No qué decir de Javier Milei, una especie de loco que se pelea con cualquier presidente que piense diferente a él, acusando a todo lo que no le gusta de comunismo. Ya no se lleva con Gustavo Petro, de Colombia, ni con Andrés Manuel López Obrador, mandatario mexicano.

Estos personajes no entienden que no entienden. Usan la política y el poder de formas exageradas para satisfacer sus necesidades y las de las cúpulas internas que los encumbraron en el poder. Si América Latina ha tenido cierta estabilidad entre naciones en las últimas décadas es precisamente porque ni en la época de las dictaduras, como las de Chile, Uruguay, Brasil o Argentina, por ejemplo, jamás se voló una embajada o legación de otro país e incluso se otorgaban salvoconductos para el refugio de perseguidos políticos.

La diplomacia mexicana es compleja: tiene la Doctrina Estrada, sobre la no intervención en los asuntos de otros pueblos, pero también posee una larga tradición de asilo político a personajes perseguidos en sus países. Nuestra nación ha protagonizado hitos tan importantes como los Tratados de Tlatelolco (1967) para la no proliferación de armas nucleares en el continente, por lo que Alfonso García Robles ganó el Nobel de la Paz, o los Acuerdos de Chapultepec (1992) para acordar la paz en la guerrilla de El Salvador.

No se puede creer que Daniel Noboa no tenga el más mínimo criterio para entender el papel que México juega en la diplomacia a nivel mundial. Nuestro país ha recibido a refugiados de las dictaduras de Franco en España, de Somoza en Nicaragua, de Pinochet en Chile, gente como Julio Cesar Sandino o personajes como Luis Buñuel, que llegaron tanto a la cultura mundial.

Estos “nuevos políticos” son una amenaza no sólo para sus pueblos, sino para la estabilidad y la organización internacional y tanto la Corte Internacional de Justicia como la Organización de Estados Americanos y otros foros regionales deben sentar un precedente importante para que no llegue un cualquiera al poder y quiera retrasar el poco avance que ha tenido el mundo en materia de civilidad.

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