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¿De quién es la verdad?
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¿De quién es la verdad?

Por: Melvin Cantarell Gamboa

En tiempos de la postverdad, las medias verdades y las fake news, resulta fácil a los poderes fácticos influir en la opinión pública.
Se valen de periodistas, columnistas e intelectuales orgánicos para confundir y manipular con mensajes deliberadamente falsos a través de las redes sociales y medios de comunicación.

Estos grupos han multiplicado sus esfuerzos y recursos económicos para agredir al Presidente de la República, poner bajo escrutinio toda iniciativa que reivindique los derechos de la Nación sobre los recursos naturales y atacar aquellos programas, que en afán de justicia, favorecen a las víctimas del sistema neoliberal.
Los siguientes ejemplos ilustran cómo los operadores del engaño utilizan la retórica para cumplir los fines de sus mandantes:

El 22 de enero de 2020 el colaborador de El Universal, Salvador García Soto, publicó “Esta columna no le va a gustar al presidente”; ahí se vuelcan denigrantes adjetivos, juicios de valor y puntos de vista meramente subjetivos, con tales antecedentes, ¿qué objetividad podemos esperar de él? Concedámosle el beneficio de la duda y pasemos a su texto; afirma que AMLO pregona la democracia sin ser demócrata, se jacta de ser el transformador de México sin serlo, de acabar con la corrupción sin resultados reales y que arremete contra la libertad de prensa “polarizando a los mexicanos al descalificar a los profesionales del periodismo”. Dos preguntas al señor García: ¿De no respetarse la libertad de prensa usted continuaría escribiendo sin ser censurado o molestado? ¿Estamos, como afirma, ante un perfil autoritario y dictatorial o más bien usted trata de engañarnos con una falacia ad hominem, a la que recurre, sin ofrecer evidencias compartibles sin generar dudas?

A su vez, Diego Fernández de Cevallos, conocido aporofóbico (que siente repugnancia hacia los pobres), en su discurso, execrable por cierto, fue aún más agresivo y contundente al calificar al Presidente de hombre sin honor, delincuente, cobarde y embaucador; este argumento artificioso se le conoce como falacia ad personam en que a falta de pruebas estas son substituidas con improperios insolentes, ultrajantes e injuriosos.

En la misma tesitura, en un programa de televisión, Héctor Aguilar Camín acusó al actual gobierno de mantener al país en una “ilegalidad rampante”. Ana Magaloni dijo que, desde su perspectiva, AMLO está adjudicándose la conciencia de los marginados y usa la ley sólo para fregarlos. Krause cerró la idea diciendo: “un populista se ha apoderado del gobierno”. Los tres coincidieron en la opinión de que los planteamientos del mandatario carecen de verdad, que las “mañaneras” deben tener un tono y una presencia efectiva de diálogo auténtico y plural; así como tolerancia con la crítica.

Empezaré por esto último: el diálogo es la más privilegiada de las formas de comunicación cuando se trata de superar desacuerdos, con certeza es el medio más civilizado para llegar a comprendernos, ya que permite un intercambio directo de información, no necesariamente planificada, que puede conducir al entendimiento cordial. Lo difícil es ponerse de acuerdo; los participantes deben dejar entre paréntesis sus creencias, opiniones y convicciones para aceptar los argumentos del contrario, siempre y cuando se presenten pruebas y evidencias corroborables a través de experiencias compartidas e inherente a la cosa que se discute y al margen de convicciones privadas. La verdad es un campo abierto.

Nuestro cerebro conoce el mundo exterior a través de los sentidos y cada receptor de esas impresiones construye sus propias representaciones de acuerdo con programas neuronales que determinarán su marco de referencia y los esquemas que definirán su manera de explicar lo real. Esto incluye ideas, creencias, prejuicios, cultura familiar, clase o grupo social al que se pertenece, que marcan profundamente sus modos de conocer, de pensar y actuar.

Para ilustrar lo anterior, vale la pena introducir a la exposición lo que Benito Spinoza escribió en una de sus cartas: “No llorar, no reír, comprender”, para referirse a Heráclito y Demócrito; el primero lloraba ante la estupidez de los hombres, el segundo se reía. Parafraseando las palabras del más emblemático representante de la vida filosófica me atrevo a escribir: no odiar, no engañar, no mentir, no ofender, comprender.

Aguilar Camín, Krauze y quienes los acompañaron en el programa pidieron al Presidente tolerancia. No se les ocurrió que toda tolerancia tiene límites; no nos resulta fácil (no debería) tolerar a un criminal, un feminicida o un pedófilo; pero como ser racional estoy obligado a comprender sus motivos, no a perdonarlos. En el caso que nos ocupa, quienes invitan al diálogo habrán de demostrar, con hechos, su disposición a alcanzar la verdad. Lo que movió a los intelectuales a decir que quieren un diálogo, obedece a expectativas que tienen por fin manipular y encaminar los sentimientos de quienes los escuchan y los leen hacia sus posiciones ideológicas. Esas acusaciones no tienen por fundamento una realidad vivida, son metáforas, expresiones de carácter subjetivo y juicios de valor cuya veracidad solo puede ser aceptada por quien carezca totalmente de información sobre lo que acontece a su alrededor.

Aguilar Camín, por otro lado, asegura que vivimos una “ilegalidad rampante”, tesis que de ser cierta negaría la existencia de un Estado de derecho en México, no se obedecerían las leyes, no se respetarían las garantías individuales y la gobernanza se daría a través de decretos y de forma autoritaria. Pregunto: ¿Esta es la condición de nuestro país? ¿Empresarios, políticos, intelectuales, periodistas, ciudadanos y el Presidente estamos desobedeciendo las leyes?

Lo que no puede negarse, es que existen muchos delincuentes en todos los sectores de la sociedad que no respetan la ley y viven en la ilegalidad. Un ejemplo paradigmático por su excesivo número es la corrupción, lo menciono porque al delito lo acompaña una forma de astucia muy peculiar: el corrupto defiende el sistema legal, que lo arropa, al mismo tiempo vive en la ilegalidad que alimenta su beneficio personal. Ahí está el asunto de los amparos otorgados contra las reformas a la Ley de Energía, pues resulta irónico que se haga valer la ley mediante un acto de dudosa probidad a todas luces ilegal.

Enrique Krause, a su vez, acusa a AMLO de populista, al pretender obtener el reconocimiento de las masas apelando directamente al pueblo y tratar de modificar algunos mecanismos que el neoliberalismo impulso como doctrina para alcanzar el bienestar humano, mediante el ejercicio de la libre competencia de los mercados, el respeto de los derechos de propiedad, la privatización de las empresas estatales, la contracción del gasto público, la desregularización de la economía, la baja de los impuestos a los inversionistas y empresarios y la contención de los salarios para eliminar la amenaza inflacionaria. Efectivamente, AMLO habla en nombre de 30 millones de votos ciudadanos, que sufragaron en su favor y recurre a ellos para legitimar su política social, combatir la corrupción, denunciar la devastación del país, el bajo crecimiento, el abandono de las vías de comunicación, de los servicios hospitalarios, el desamparo, pobreza, desempleo y deterioro de salarios y poder adquisitivo que afecta al 60 por ciento de la población nacional; en consecuencia, si inclinarse por los débiles, los pobres y las víctimas del sistema es ser populista, Andrés Manuel si es populista.

Ahora bien, el “populismo” de López Obrador se enmarca en las corrientes históricas situadas a la izquierda de la geometría política que inauguró la Revolución Francesa; de la misma manera que los intelectuales críticos de su gobierno, a los que nos estamos refiriendo, optaron por la derecha, es decir, la defensa de los intereses de las élites y las clases dominantes y pusieron su saber al servicio de aquellos con los que identifican sus intereses y conveniencia.

En el siglo XVI Francis Bacon escribió una breve frase: “el conocimiento es poder”. Más tarde, durante la Ilustración, la afirmación del filósofo inglés se modificó y se convirtió en el siguiente principio: “el saber es poder”, que al paso de los siglos terminó sepultando el amor al saber, a la verdad y politizó el pensamiento, cosificó la inteligencia y el deseo de riqueza y poder haciendo a un lado la voluntad de saber y parió al intelectual orgánico cuyo papel en el escenario social es meramente instrumental, una herramienta en uso al servicio de las potencias dominantes para someter y manipular a unos hombres en beneficio propio; de ahí que no todo saber pueda ser bienvenido ni deseable toparnos con ellos; son aquellos que, según Nietzsche, renunciaron a la soberanía de las cabezas para poner su talento al servicio de la mentira, el engaño, que caracteriza al poder dominante, a quien siempre hará falta quien simule y vele su arrogancia, soberbia y prepotencia con que anula las aspiraciones de las clases inferiores.

En esta tarea, el intelectual orgánico es el cómplice a la medida: en primera instancia, poseedores de la riqueza y detentadores del conocimiento comparten el mismo ADN; ambos buscan anular a sus víctimas y reducirlos a la impotencia, sólo que el portador del saber será fiel y mostrará canina lealtad mientras no aparezca una mejor oferta, pues como miembro sin clase de la sociedad, se adjudica la consciencia del que le ofrezca mayores ventajas.

En un país devastado por los pasados gobiernos neoliberales, es obvio que las clases más desfavorecidas se sientan inseguras, carentes de perspectivas y desconcertadas ante la experiencia de un cambio hacia lo desconocido; cuando la gente se encuentra en esta situación los oportunista, los que tienen ventajas y beneficios que defender, tienen su oportunidad: hacen que las personas pierdan su individualidad para convertirlos en sujetos, es decir, lo transforman en un accesorio, en medio para sus fines; el hombre ya no es libre, su entendimiento ha sido modificado para consentir la obediencia a la voz del amo. Convertido el individuo en sujeto desaparece toda insumisión. El mayor peligro para el pobre, proletario, empleado, trabajadoras domésticas, campesinos, jóvenes sin oportunidades, los sin trabajo y clase media ilustrada es creer que puede existir una comunidad de destino con los ricos, patrones, empresarios, millonarios, banqueros e intelectuales orgánicos, pensadores, dueños de medios de comunicación, periodista de élite, opinadores alquilados y demás defensores del viejo régimen. Creerlo es ser víctima de condiciones que más tarde, necesariamente, desembocarán en modos de vida nada deseables y tal vez trágicos.

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