En 1982 México era más fuerte que China. ¿Qué nos pasó?
México y China comenzaron simultáneamente la orientación de sus economías hacia los mercados externos, pero lo hicieron con estrategias completamente diferentes: China lo hizo mediante una estrategia de desarrollo liderada por el Estado, que los chinos llamaron “economía de mercado socialista”, desarrollada a partir de 1979 con las reformas aplicadas por Deng Xiaoping.
Por su lado México lo hizo mediante una estrategia neoliberal, basada en los dogmas del fundamentalismo de mercado, que llamaron “estrategia del cambio estructural”, desarrollada a partir de 1983 por el gobierno de Miguel de la Madrid y mantenida hasta el 2018.
Los resultados obtenidos por estas dos estrategias distintas han sido diametralmente opuestos. En 1982 la economía mexicana era más grande que la china: el PIB de México ascendía a poco más de 1 Billón de dólares americanos, o 1 millón de millones como se prefiera decir, mientras que el PIB de China ascendía a menos de 900,000 millones de dólares. Unos 36 años después, el PIB de China alcanzó más de 24 billones de dólares, mientras que el PIB de México apenas ascendió a 2.4 billones; es decir, una décima parte del de China.
En 1982 China era la décima economía del planeta y como por arte de magia en 2018 se convirtió en la primer potencia económica del mundo, superando a los Estados Unidos, cuyo PIB en ese año fue de 19 billones de dólares. En contraste, en ese tiempo México cayó del noveno lugar que ocupaba en 1982, al undécimo lugar en 2018.
¿Qué fue lo que provocó esta enorme diferencia? La clave para entender este fenómeno fueron las distintas estrategias nacionales de desarrollo y acceso a la globalización que aplicó cada uno de los dos países. México fue globalizado bajo la ortodoxia del fundamentalismo de mercado, mediante el decálogo del Consenso de Washington.
China en cambio, partiendo de sus propias realidades, diseñó por sí misma su estrategia de desarrollo y acceso a la globalización, manteniendo el control de sus procesos de transformación: no realizó una liberalización comercial unilateral y abrupta, sino que fue abriendo gradual y selectivamente por regiones e industrias su comercio exterior; no suprimió sus políticas de fomento económico general y sectorial, sino que las reformó, diversificó y enriqueció en sus planes de cada 5 años; no privatizó a toda costa sus empresas públicas, sino que elevó la eficiencia de sus grandes empresas estratégicas, otorgándoles autonomía financiera y de gestión, convirtiéndolas en grandes motores de desarrollo, en torno a los cuales se pudieron instrumentar las empresas privadas.
No liberalizó abruptamente su sistema bancario, sino que lo reestructuró, rompiendo su estructura monopólica de sistema con un solo banco, para crear un sistema de múltiples bancos y empresas financieras independientes, que inicialmente fueron en su totalidad de propiedad pública o social, realizando una apertura gradual a los bancos privados nacionales y extranjeros; no liberalizó la inversión extranjera directa, sino que promovió su ingreso hacia ramas económicas seleccionadas, dando preferencia a la formación de asociaciones con empresas nacionales, como parte de su política industrial de diversificación productiva, desarrollo tecnológico, elevación acelerada de la productividad y fomento de las exportaciones.
Como resultado de su estrategia ajena al Consenso de Washington, China aumentó su PIB Per Capita en 1,913% durante el periodo comprendido entre 1983 y 2018, a una tasa media de 8.7% anual. En contraste, como resultado de su estrategia económica apegada a los dogmas del Consenso de Washington, México sólo consiguió un crecimiento acumulado de 31% en su PIB Per Capita durante el mismo periodo; 62 veces menor que el de China. El resultado para México fue el castigo por la sumisión acrítica al fundamentalismo de mercado; para China fue el premio a su heterodoxia económica y a su pragmatismo.
Como dijo el filósofo griego Epicteto, de la escuela estoica: “Nadie es libre si no es su propio amo.”