1971: cuando los estudiantes tomaron las armas
Columna de Allan García Fernández
El de junio de 1971 los estudiantes asistieron masivamente a las calles por primera vez desde los acontecimientos del 2 de octubre de 1968, ésta vez para solidarizarse con el movimiento estudiantil en la Universidad Autónoma de Nuevo León que para ese momento estaba ya en vía de resolver sus conflictos con las autoridades.
En el Casco de Santo Tomás se aglutinaron y organizaron diversos contingentes, conformados principalmente por estudiantes de la UNAM y el IPN, pero con la presencia de algunas organizaciones obreras y populares.
La manifestación avanzaba sus primeros metros por la Ribera de San Cosme cuando fue detenida y brutalmente reprimida por el grupo paramilitar de Los Halcones, entrenado por la Dirección Federal de Seguridad y agentes de la CIA. Ellos, en coordinación con el cuerpo de granaderos de la Ciudad de México, acribillaron a los manifestantes. Las armas de fuego, algunas de uso militar, mataron al menos a un centenar de jóvenes. Los heridos de gravedad que fueron enviados de emergencia al Hospital “Ruben Leñero”, en las inmediaciones del Casco de Santo Tomás, fueron rematados adentro de las instalaciones o desaparecidos por parte de Los Halcones. Igual que en 1968, los medios de comunicación adjudicaban la matanza a un conflicto entre estudiantes armados y minimizaban el número de muertos.
La matanza reveló de nueva cuenta el carácter represivo del Estado Mexicano y su intolerancia absoluta a las organizaciones sociales y populares que cuestionaban al régimen constituido. La idea de que llevar a cabo un proceso de transformación social en México era imposible por la vía legal y pacífica permeó en gran medida en el seno de distintas organizaciones estudiantiles que ya estaban en un proceso de radicalización política. Por ejemplo, una parte importante de la base juvenil del Partido Comunista Mexicano, que se nutría principalmente de la actividad política en los centros universitarios, entró en conflicto con la dirección del Partido al plantear la tesis de la vía armada, misma que fue rechazada por el Comité Central encabezado por Arnoldo Martínez Verdugo, que la calificó aventurera e inviable para las condiciones mexicanas del momento.
La represión, de la que Luis Echeverría terminó por deslindarse, dejó una huella en el imaginario de activistas jóvenes y estudiantiles y marcó el punto de ruptura para que organizaciones como la Federación de Estudiantes Revolucionarios (FER) en la Universidad de Guadalajara con presencia y base también en los barrios populares de la capital de Jalisco, Los Lacandones, en la Ciudad de México – dónde estudiantes del IPN conformaban una mayoría – o Los Procesos, en Monterrey con estudiantes del Tecnológico (que paradójicamente fue fundado por el empresario Garza Sada), de influencia jesuita y de la escuela de la teología de la liberación, se decidieran por la clandestinidad y las armas, ligándose a otros grupos armados como el Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR), el Movimiento 23 de Septiembre en Chihuahua, o al mismo Partido de los Pobres de Lucio Cabañas y su brigada de ajusticiamiento militar en la sierra de Guerrero.
El esfuerzo organizativo de guerrilla urbana más avanzado, en el que confluyeron las distintas organizaciones de izquierda radical, fue la formación de la Liga Comunista 23 de Septiembre, cuya operación se ubica entre 1973 y 1975, fundada en Guadalajara debido a la capacidad organizativa con la que ya contaba la FER.
La Liga Comunista 23 de Septiembre fue dirigida por un buró político con Ignacio Salas Obregón a la cabeza. Salas Obregón, de formación Jesuita y con 25 años edad, contaba entre sus méritos haber sido el organizador de la primera y única huelga en el Tecnológico de Monterrey.
La Liga tuvo entre sus militantes a una mayoría de estudiantes cuya edad no superaba los 27 o 28 años. Dentro de sus declaraciones político-ideológicas, buscaban teorizar sobre el estudiantado como sujeto a la vanguardia del proletariado, para ellos el estudiantado tenía que dirigir la lucha política y militar para la instauración del régimen del proletariado y campesinado, explotados frente a una burguesía despiadada que había cooptado al Estado Mexicano surgido de la revolución de 1910-17.
De 1973 a 1975, estos jóvenes estudiantes dejaron sus familias, amistades y amores para declararle la guerra al Estado mexicano e iniciar un proceso de penetración en zonas obreras, campesinas y universitarias para levantar al movimiento revolucionario. Con secuestros políticos y expropiaciones bancarias, se jugaban la vida para asegurar el financiamiento de sus operaciones. El secuestro fallido de Garza-Sada, en el que perdieron la vida el empresario anticomunista, sus guaruras y dos de la Liga, marcó un punto de ruptura, pues el Gobierno de Echeverría arremetió con decenas de miles de elementos para cazar a esta y otras organizaciones guerrilleras. El saldo de desapariciones forzadas y asesinatos aún es desconocido. La violencia estatal cayó como ladrillo sobre las mentes idealistas de estos jóvenes estudiantes que, inspirados en los héroes patrios como Villa o Zapata o en las historias de éxito de Fidel y el Che, pelearon con fuego y sangre por la transformación radical de una sociedad estructuralmente injusta.
A su sangre, a su sufrimiento y dolor por las torturas sufridas, debemos en buena parte los frutos posteriores de la lucha social. Compartamos o no el método escogido, lo que no cabe lugar a duda es que estos jóvenes estudiantes fueron ejemplo de valentía y convicción revolucionaria, entregando su vida a la causa del socialismo y el comunismo.
A un año del 50 aniversario del “Halconazo” les recordamos con ternura y pasión, encontrando en ellos la inspiración para lucha del presente, rescatando sus sueños del pasado y construyendo el horizonte de futuro.
“Porque el color de la sangre jamás se olvida, los masacrados serán vengados, vestidos de verde olivo, políticamente vivos. No has muerto, no has muerto, no has muerto, camarada …”