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La memoria como antídoto
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La memoria como antídoto

Las cartas sobre la mesa

Por Laura Cevallos     
@cevalloslaura

Nunca serán suficientes las palabras y editoriales para explicar la importancia del respeto al voto; tampoco se agotará la intención de explicar la verdadera naturaleza de derecho humano que contiene un sufragio en la vida democrática de un país.

La mediocridad y los deseos de venganza de un congreso con ínfulas superiores por creer que la pigmentación y la ascendencia europea son elementos suficientes con los que pueden despojar al pueblo de su voluntad al elegir a un Presidente legítimo, legalmente llegado al poder pero que en los hechos, no pudo llegar a gobernar por las barreras clasistas, racistas y porqué no decirlo, de injerencia estadounidense, con que siguen refrendando desde Washington, los alcances y efectos nocivos de la doctrina Monroe, resultan hoy, en la remoción violenta del Presidente de Perú, Pedro Castillo, con la acusación más increíble y banal que podían inventarse: incapacidad moral.

A Perú le toca hoy, volver a perder la estabilidad, vivir el poder impuesto, la sanción de “estado de excepción” y que se le diga al pueblo que no son capaces de elegir correctamente porque decidieron que un maestro rural ejerciera como Presidente de la República. A Perú le toca salir a las calles a reclamar respeto a la legalidad y recibir gases lacrimógenos y ver morir a hermanos manifestantes por la represión de las fuerzas del orden.

A la comunidad internacional, sobre todo a los países de la Patria Grande, tal y como suscribieron México, Colombia, Bolivia y Argentina, les corresponde respaldar a los millones de peruanos que eligieron por la vía del voto que Pedro Castillo fuera mandatario del Perú. Y a las actuales autoridades que hoy se han arrogado el derecho a arrebatarle la voluntad a sus propios conciudadanos, les toca la obligación de respetar los derechos humanos de Pedro Castillo y que se le garantice la protección judicial según lo establece el artículo 25 del Pacto de Costa Rica.

Durante la conferencia matutina del 13 de diciembre, al Presidente López Obrador se le preguntó si daría el Reconocimiento al gobierno de facto encabezado por Dina Boluarte, tal como han hecho otros países del mundo; pero en refrendo de nuestra Doctrina Estrada, a México no le corresponde reconocer, y a contrario sensu, desconocer otros gobiernos, porque la diplomacia mexicana apuesta por el respeto irrestricto a las soberanías de otros pueblos, así como tampoco precisamos del respaldo o reconocimiento de quien haya sido electo democráticamente, y menos, en el caso de quienes hayan llegado espuriamente, “como ha pasado en el pasado”.

Cuando hemos explicado que México está viviendo por primera vez, los efectos de una verdadera democracia, tras la elección de 2018 en que Andrés Manuel López Obrador fue electo democrática y apabullantemente por el pueblo, hay quienes reclaman que es una exageración, porque nuestro país está constituido como una república democrática (perdón la reiteración) desde su primera ley máxima; que en la Revolución, hubo grandes demócratas como Madero y los hermanos Flores Magón, sí es cierto, pero en la práctica esa valentía de obedecer la voz del pueblo, les costó la vida.

Una democracia debe de ser no solamente una palabra que defina un estilo de gobierno en el que el pueblo sea el elector máximo de sus autoridades, sino la garantía de que esa voz popular será respetada por quienes conforman los poderes constituidos y que no dependen directamente de los votos para ejercer el poder. Verbigracia, el poder judicial o en nuestro particular caso, el Instituto Nacional Electoral, que han sido no solo capaces de defraudar al pueblo mediante los vicios electorales más abyectos, sino además, negar que sea el pueblo el que elija, por voto, a quienes deban dirigir estas tareas electorales.

La democracia también es un ideal que debe permear en todos los ámbitos: digamos que la gente que se ha mantenido siempre fuera del alcance idiotizante de las posturas conservadoras, valoramos profundamente el acto de depositar en una urna una boleta cruzada por la persona o el proyecto que represente nuestro ideal político y, contrariamente a lo que presumen los que se auto adscriben como conservadores o “gente bien”, los defensores del INE y los cochupos, han despreciado la democracia porque casi siempre han llegado a las altas butacas del poder, por medio de fraudes y componendas y sus familias se han visto beneficiadas de las mieles que implica pertenecer a dichos círculos.

A México le costó casi un siglo desprenderse de un partido hegemónico (y su comparsa) que simulaban votaciones democráticas aún y cuando sólo cambiaba la figura, pero no el contenido de una noción política que, concedemos que nació con una buena dosis de ideales revolucionarios, pero que se pudrió hasta su raíz porque la riqueza con la que llenaron sus manos sus presidentes y funcionarios por sexenios enteros les hizo olvidar que esa riqueza le pertenecía al pueblo mexicano.

Es más, llegaron al punto de ver a los descalzos y desposeídos sólo como masas clientelares que votaban motivados por la promesa de una dádiva o de ser inscritos en algún padrón de “ayudas del gobierno” que llegaban, para colmo, cuchareadas y para más, veían a los pobres como un estorbo para sus fines de enriquecimiento ilimitado.

Esta misma idea de ambición desmedida, ha recorrido, desde siempre, a prácticamente todos los que han sido responsables de gobernar de una u otra forma, a los pueblos del mundo. Y de manera inversamente proporcional, han surgido siempre personajes y movimientos que han buscado restablecer el equilibrio de la justicia social y el orden a través de la forma más justa de administrar que es el pueblo gobernando para el pueblo.

Solo en la América Latina, y en el último cuarto de siglo hemos visto cómo ha ido efervesciendo esta necesidad de que sean las supuestas minorías las que tomen el control, porque bien que nos hemos dado cuenta que las minorías sumadas son la inmensa mayoría y que han sido oprimidas en función a la pigmentación de su piel, a su origen prehispánico o esclavista; a su posición económica y a las oportunidades educativas a las que no tuvo acceso por habérseles arrebatado por los latifundistas de siempre.

Cuba cumplió 60 años de bloqueo por resistirse a ser apéndice gringo; por injerencias norteamericanas, surgieron las guerrillas en Nicaragua o Colombia; ocurrieron los golpes de Estado en Chile, Haití y donde pongas el dedo en el mapa del continente.  Fue Venezuela la punta de lanza de la nueva resistencia a finales de 1990 y desde entonces a la fecha Hugo Chávez o Maduro, presidentes democráticamente electos, no fueron reconocidos por el gobierno en Washington e incluso se han atrevido a nombrar a su emisario, Juan Guaidó, el Presidente sin votos en Venezuela. Sólo ahora, por la crisis energética consecuencia de la guerra en Ucrania, -provocada por las interferencias del gobierno norteamericano-, es que se vieron en la penosa necesidad de negociar con el Presidente Maduro debiendo reconocer su legitimidad. Pero también ha sido Bolivia y Brasil y Colombia… y después de muchos años de presión contra el pueblo, finalmente se ha logrado cristalizar el anhelo de que sea la voz del pueblo la que mande en casi toda Latinoamérica.

Estamos presenciando actos desesperados de los oligarcas y ultraderechistas, encarcelando injustamente a presidentes, acusándolos de fechorías sin pies ni cabeza; enderezando juicios con consecuencias ilegales y antidemocráticas que permitan “gobernar” a quienes garantizan la continuidad de los actos rapaces que transfieran la riqueza y el poder de los pueblos a los bolsillos y a las manos de unos cuantos.

Sí, tenemos que poner nuestras barbas a remojar: mediante la presión que los oligarcas ejercen sobre el poder judicial, se puede lograr que los actos golpistas se legalicen y que mediante la transmisión continua de mensajes de desestabilidad inexistente se mantenga a un núcleo de la población amedrentado y con la sensación de que lo acecha el peligro si un gobierno anti conservador y progresista toma el poder.

El único antídoto contra la desinformación es la explicación real y clara de lo que implica un acto de desconocimiento de un gobierno legítimo, por medio de la fuerza, y que se denomina “golpe de estado”. Que para que se confirme, deben actuar contra la voluntad del pueblo, el poder legislativo, las fuerzas del orden y el ejército, además de que los traidores muestren su verdadero rostro.

Han sido varios países los que han remado contra corriente y se ha hecho válida, por fin, la máxima de que el pueblo es el que salva al pueblo y la democracia, el modo menos imperfecto para vivir en sociedad. No debemos dar por hecho que el triunfo que vivimos hoy, nos durará por siempre. Es trabajo arduo, de cada día, seguir desmintiendo a quienes insisten en que los viejos tiempos fueron mejores y que hay que volver al esclavismo, porque nos conviene depender ideológica y materialmente de uno que dice tener la razón y el poder.

Como bien decía León Gieco, en voz de Mercedes Sosa, “solo le pido a Dios, que el engaño no me sea indiferente; si un traidor puede más que unos cuantos, que esos cuantos no lo olviden fácilmente”.

No olvidemos fácilmente.

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